Durante el reinado de Alfonso II el Casto (791-842), ya desaparecida la monarquía visigoda, avanza la invasión de los musulmanes, que nunca dominaron la totalidad del territorio peninsular. Su labor política de islamización se alternaba con la lucha por neutralizar algún núcleo independiente. En un principio, el noroeste peninsular, protegido por su abrupta geografía así como por una climatología nada agradable para las fuerzas islámicas, no les debió parecer a los conquistadores árabes una zona preocupante excepto por el incipiente culto a Santiago. Aún así, el pueblo astur-galaico tuvo que enfrentarse en numerosas ocasiones con los ejércitos del emirato.
A principios del siglo IX, en un contexto socio-político saturado de necesidades espirituales, intolerancia religiosa y presiones militares, tiene lugar el descubrimiento del sepulcro apostólico, que podemos situar en torno al año 820.
Cuenta la tradición que un ermitaño, de nombre Pelayo, que vivía en el lugar de Solovio -donde está situada la iglesia de San Fiz de Solovio, en la Compostela actual-, en el bosque Libredón, observó durante varias noches sucesivas unos resplandores o luminarias misteriosas que semejaban una lluvia de estrellas sobre un montículo del bosque.
Esta luz o estrella reveladora de la existencia de la tumba apostólica se convierte en otro de los símbolos relacionados con Santiago y el culto jacobeo. Pero no es tan sólo una estrella; la huella del Camino de Santiago está marcada desde siempre en la Vía Láctea porque su dirección indica también la del caminante hacia Compostela, lo que llevó a referirse a esta ruta como el CAMINO DE LAS ESTRELLAS.
La via Láctea, la dirección indica el camino hacia Compostela
Pelayo, impresionado por las visiones, se presentó ante el obispo diocesano Teodomiro, que en aquella época regía la sede de Iria Flavia, para comunicarle el hallazgo. El obispo, ante la insistencia de Pelayo, reunió un pequeño séquito y se dirigió inmediatamente a Libredón. En el medio del bosque, él mismo pudo contemplar el fenómeno relatado por el ermitaño. Un fuerte resplandor iluminaba el lugar en donde, entre la densa vegetación, encontrarían un sepulcro de piedra en el que reposaban tres cuerpos, identificados como el de Santiago el Mayor y sus discípulos Teodoro y Atanasio. El primer relato pormenorizado que se conserva sobre el descubrimiento es la Concordia de Antealtares, de 1077.
Teodomiro puso de inmediato el hecho en conocimiento del rey Alfonso II, que acudió rápidamente desde Oviedo para ir al lugar y constatar la milagrosa revelación. El rey Casto consideraba el cristianismo como un elemento catalizador y unificador contra el Islam. El hallazco de las reliquias del Apóstol dentro de los límites de su reino constituía un poderoso instrumento político-religioso que fortalecía la iglesia astur-galaica frente a los ataques islámicos y el expansionismo carolingio.
Pelayo el Ermitaño
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